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Zabalza
He llegado a la letra zeta en este diccionario de alpinismo. Para zanjar estas columnas y despedirme de los anónimos lectores, que me han acompañado en mis pensamientos por unos meses, que mejor que acabar hablando, como no, de un alpinista. Buscar un ejemplo palpable de que todo lo que se ha escrito es real, y posible, de que existen personas que necesitan vivir día a día nuevas experiencias personales en la montaña, hasta que el tiempo se acabe.
Miquel Zabalza siempre se mantiene callado en un rincón, en los bancos de los alumnos, del aula en los cursos para guía de alta montaña. Para el profesor despistado e iletrado puede pasar por un tímido aspirante a futuro montañero. Pero sus amigos y familiares saben que es su humildad lo que lo mantiene tranquilo, esa primera regla del alpinista, tan olvidada en esta sociedad posmoderna; el saber que no somos nada y que siempre hay algo que aprender frente a la naturaleza indómita. Si lo contemplamos detenidamente más de cerca distinguimos su pelo que se tiñe de blanco por los miedos pasados, sus curtidas manos llenas de experiencias de caricias y de fríos, y si le miramos directamente a los ojos advertimos un fuego interno capaz de enfrentarse, o intentarlo, a todo, incluso a lo imposible. Nos sonríe mientras nos mira y sabemos que nos esta tendiendo un puente donde la motivación no tiene fin, la otra regla del gran alpinismo: el descanso no existe. También intuimos que si cruzamos ese puente que nos tiende el regreso a la tranquilidad será complicado.
Este pamplonica que lleva toda la vida en las sierras empezó a escalar de muy joven, sin él comprenderlo ese mundo agreste de piedras y precipicios lo atraía como unos labios en la noche. La vertical, la dificultad técnica lo engancharon para siempre. La espiral del más difícil cada vez, lo banal de lo superado, la serenidad de que tenemos en nuestras manos las riendas del miedo desbocado. Tubo que ser autodidacta porque su empeño de conocer era demasiado intenso como para poder parar a esperar que le enseñaran. Con un mínimo hatillo de material, pues no tenía dinero para más, fue ascendiendo cuanta montaña se ponía a su alcance. Ya a los veintidós años viajo a Nepal por primera vez y desde entonces a recorrido todo el mundo buscando esas montañas que se difuminan en el horizonte de todo explorador, pero a pesar de haber participado en múltiples expediciones por el ancho mundo se sigue considerando un acérrimo Pirineista. Lo que le atrae de la montaña es esa oportunidad de adentrarse en panoramas terrenales y paisajes mentales desconocidos, el reto de la interrogante sin resolver. Esos enigmas los llevamos dentro, por ello eso mismo los podemos resolver al lado de casa o a miles de kilómetros de distancia. Sin embargo tampoco se le caen los anillos, ni titubea, cuando le planteas una ascensión fácil para gozar de un día de escalada tranquilo en ese medio que tanto le apasiona. Pero claro, es solo un momento de tranquilidad, el torbellino de lo desconocido no tarda en volver a engancharlo.
Para terminar dejemos que sea él mismo quien nos cuente:
«La montaña sigue siendo una fuente inagotable de motivación, el lugar perfecto para sentirse vivo, compartir, amar y seguir soñando; el escenario donde he fraguado una de las cosas más bellas de la vida, la amistad incondicional de tantos amigos a los que les estoy eternamente agradecido el que hayan compartido esos momentos conmigo. Pero no suelo pensar en lo que ya hice, prefiero hacerlo en todo lo me gustaría hacer; tantos lugares por descubrir, tantas montañas y paredes por escalar…»